No me preguntes a mí, pregúntale al felino que te observa en la penumbra, con los ojos fijos.
{Echado sobre una mancha de sol,
revuelvo mis sábanas de estambre.}
... ¿qué me dirás, Junio, de verde vestido?
Yo no soy él, pero sí gusto conocerte.
Disfruto mojarme en la lluvia, cuando camino. Me gusta mirar los cristales cuando están empañados, especialmente la vista que tengo desde mi almohada. Hago el súper como si quisiera volver a hacerlo el día siguiente pero, por otra parte, tengo una debilidad especial por los libros de Jane Austen -aunque no he leído ninguno-. Pienso que el secreto de la vida no está encerrado en el momento de la concepción, sino en el impulso insensato de poner tu vida en las manos de alguien que acabas de conocer.
Tengo una hermana pequeña que, ni es pequeña, ni es mi hermana. Aún así, a veces la miro como en los libros de Marguerite Duras y me consume ese deseo ardiente por resolverle mundo. También me devora la impotencia de no poder hacerlo. Creo en el amor a primera vista. Le pongo pepino y champiñones a los sándwiches. Imagino los actos cotidianos como oportunidades para desafiar la lógica y el buen sentido, enjabonándome -por ejemplo- el cuerpo al principio, dejando la cabeza hasta el final. Amo los libros, aún después de haber visto la película; al revés, no soporto ni la idea.
Soy adicto al café, los cómics, el té de colores simples, las emociones fuertes y el café. Soy aficionado a la música alternativa y al cine de arte, uno de esos a los que etiquetan como “un traumado con el tema”. Preparo café expreso con distintas mezclas, a veces cortado con leche, a veces con espuma, a veces en la estufa, en la máquina o en la prensa. He preparado capuchinos, pero hace más de diez años que no me tomo uno. Tampoco pienso hacerlo en los próximos diez.
A veces me siento Pirata, a veces Grumete. Antes solía ser una serpiente -la primera, esa que conoce todos los secretos- pero alguien me pilló afuera del jardín original al momento de cerrar la puerta. En una de sus cartas, Rilke me recordó que, dado mi oficio, debo admitir que mi vida está llena de poesía.
Y eso, es en lo que creo ahora.
¿Ya te dije que me gusta el café?
Se siente igual que cerrar la puerta con llave y descubrir que te quedaste afuera: ausencia es llamar por teléfono y que nadie descuelgue al otro lado de la línea. Hoy podría narrar mi funeral de siete formas diferentes, enfermarme los huesos de humedad, desollarme de tu piel, borrarme de un tachón… cualquier cosa sería menos desesperante que no verte. La ausencia es una duda que no se convierte en decepción.
Con el tiempo me he dado cuenta de que estoy vacío. Mi soledad está en tu compañía, lo sé porque me dejó una nota dentro del refrigerador y una rebanada de pastel pegada por fuera. La conversación se nos quedó a medias, parece que no tuviste tiempo suficiente para irte. Y sin embargo, no estás. Busco palabras para escribir, pero todas están enfermas de llanto. Es inútil insistir: los verbos en presente ya no se visten de plural. La ausencia es un problema de conjugación.
La soledad es la compañía más fiel: puntual y disciplinada. La ausencia es insoportablemente inoportuna: siempre llega cuando tú no estás. En mi ventana las cortinas aprietan sus dobleces, pesadas como ocasos. Si tú no me amaneces no sale el sol. Construyo una casa de papel para darle tinta a nuestros contornos; habitantes de mi cuaderno, somos personajes de un Dios creado a mi imagen y semejanza.
A mí, me gustaría abandonarme a la vida. Contigo.