viernes, 25 de marzo de 2011

De copas, migajas y la serpiente del jardín original.


La Antología Virtual de Minificción Mexicana contiene una selección del trabajo de 55 escritores mexicanos que son jóvenes promesas o plumas consagradas del género. En ella se incluyen textos de Juan José Arreola, Edgar Omar Avilés, Alejandro Jodorowsky, Augusto Monterroso, Isaí Moreno, José Emilio Pacheco, Alfonso Reyes, Quique Ruíz y Guillermo Sampeiro, entre otros.


Del dueño de esta Casa se incluyeron los relatos Génesis, Hansel y Al vuelo, las campanas, que puedes leer directamente desde el sitio de la Antología.


jueves, 24 de marzo de 2011

Las moscas

Despierto a la mañana como el agua, cuando hierve. Me levanto, me desordeno, me enfrío de golpe y me pego sobre los cristales. Me hago preguntas retóricas en memoria de aquel tiempo, cuando tus dedos escribían las respuestas sobre mi piel. Me concentro, me agoto y resbalo, me deslizo por la herrería de la ventana y viajó aún más allá. Me vuelvo a dormir, porque no hay quien me derrame. Me ensucio, me enturbio, me encharco. Me dispongo a henchir los vientres alados que vendrán por mí.

Ahora, rezo:
que alguien me evapore,
antes de que comiencen los pasos.



viernes, 18 de marzo de 2011

Casi a modo de despedida…

Mateo me dijo que contara el tiempo y yo le hice caso. Al principio todo fue fácil, cosa de sentarse en el sillón mirando el reloj y contar un minuto, dos, tres. Llegando a los cinco minutos mi mente empezó a divagar mirando las manecillas, pero sin comprenderlas; de vez en vez recordaba mi propósito y hacía una operación matemática para actualizar mi cuenta mental.

Mis divagaciones comenzaron por pensar qué comería ese día –más tarde-, qué película quería ver el siguiente miércoles y cuándo fue la última vez que comí helado. Entre mirada y mirada al reloj –pasaron los quince, los veintisiete, los treinta y tres minutos- los pensamientos comenzaron a girar en torno a Mateo. ¿A dónde había ido y para qué me había pedido que contara el tiempo? ¿Por qué era tan importante que lo hiciera? ¿Qué pasaría si dejaba de hacerlo? Sin darme cuenta ya había logrado acumular 41 minutos durante mis reflexiones; después de todo, quizá no sería tan aburrido contar.

Dediqué un rato largo –desde mi perspectiva- a contemplar la fotografía que estaba colgada frente a mí y que ya había visto muchas veces: la misma guitarra seguía ofreciendo un juego de sombras donde se fugaba un ritmo de mano tocando una canción. Aquella fotografía tenía la misma dedicatoria que había tenido siempre, pero cuando pensé en levantarme para ir a leerla recordé mi ocupación y conduje mi mirada hacia mi muñeca descubriendo -con sorpresa- que apenas habían pasado 4 minutos.

Cuando la cuenta llegó a 50 me invadió la sensación de que el tiempo se iba haciendo más lento, parecía que la manecilla de los segundos se volvía más torpe a cada momento. Haciendo grandes esfuerzos llegamos al minuto 55, y pasar de allí al 57 tomó lo que yo viví como el transcurrir de media hora. Sorprendí una gota de sudor en mi frente pero, a mi pesar, el tiempo empleado en limpiarla no me adelantó más allá de 6 segundos.

El calor de la habitación comenzó a sentirse con mayor intensidad y el aire pareció endurecerse. ¿Por qué avanzaba el reloj tan lentamente? ¿Y Mateo? ¿Por qué no regresaba? ¿Por qué pensar y pensar no ayudaba a que el tiempo transcurriera más rápido? El segundero disminuía la velocidad de su marcha como si supiera que lo estaba observando. El sudor en mi frente era cada vez más abundante, pero no quería despegar la mirada de aquella indolente carátula de pesados movimientos.

Mateo me había pedido que contara el tiempo, y allí estaba yo, esclavo de las manecillas. Cada vez era más desesperante mirar el segundero arrastrándose, vivir una eternidad para poder contar un segundo, dos, tres. Mi mente era asaltada por la terrible sensación de que suspender la vigilancia haría que el tiempo se detuviera para siempre; parecía que dejar de contar sería perderse en una fotografía inmóvil, la misma de ese cuadro que detuvo una mano del guitarrista rasgando las cuerdas… ¡El reloj! Sentí claramente que el reloj se detuvo mientras me distraje; me tengo que concentrar.

No debo bajar la guardia, debo estar alerta. Es el encargo de Mateo, no sé por qué, pero debe ser importante. El confía en mí, no puedo fallarle. Seguro que ahora él está moviendo algún engranaje secreto que no permite que el reloj se detenga y necesita que yo sea su testigo. Seguro que mi cuenta le da sentido al correr de… ¡Caramba, apenas pasó otro segundo!

Han pasado 58 minutos y una eternidad me separa de llegar a la hora completa. No debo darme por vencido, debo estar alerta para que ni el hambre ni el sueño me distraigan de mi obligación. Debo estar alerta para la llegada de la hora, de la primer hora de mi recuento. Y después, seguiré esperando, seguiré contando porque la cuenta del tiempo es importante porque… porque… porque… ¿por qué no regresa Mateo?

Si llevo mi cuenta en voz alta podría detener esta humedad asfixiante de tiempo viscoso, de horas fragmentadas que se paralizan en la habitación; podría combatir esta intención del tiempo para atraparme en el corazón de un ámbar. Escucho triunfante que mis labios dicen cincuenta y nueve minutos, pero al mismo tiempo es como si el aliento se me hubiera agotado con el esfuerzo. Siento que no me queda aire en los pulmones, no tengo fuerza para seguir enumerando. Mi mente se va quedando poco a poco en blanco, como si el paso de algo irreversible –no el tiempo- me fuera borrando por completo los recuerdos. Como si los números, en su desfile, me fueran vaciando de mí mismo. En un movimiento titubeante del segundero llego a una cuenta que me sugiere que en treinta segundos todo habrá terminado.

Para cuando llegue La Hora se me escapará el nombre del que me encargó esta cuenta. Frente a mí seguirá una mano que quiso tocar una guitarra, pero no habrá nada que escuchar. Me pregunto si recordaré el tiempo en que un ruido mecánico me corría por el pulso, o si para entonces esa cadencia también se habrá detenido. Para entonces, tal vez ya no quede nada que contar.




5:03

Tirar la hierba mojada del té es el proceso más triste del mundo, se siente como las despedidas, cuando son definitivas.

Pasados tres minutos, lo siguiente siempre es tiempo extra. Habrá que resolverse cuánto antes a meter los dedos entre los despojos húmedos, a pellizcar esos restos con aspecto de servir todavía, pero que en realidad ya no sirven para nada. Si la hierba es necia habrá que meter un tenedor en la cápsula para arrancar de tajo su voluntad de enraizarse. Habrá que sumergir su orgullo en un chorro de olvido y llorar con ella las últimas lágrimas de té: las que se lloran en silencio.

También es importante que no pase mucho tiempo antes de beber de la taza, porque se enfría. Y yo sugiero olvidarnos de todo el tema, después.



martes, 15 de marzo de 2011

El objeto del deseo


Adriana se enamoró perdidamente de su tostador de pan. Por las noches no podía dormir de la impaciencia que le producía verlo al día siguiente, durante el desayuno. Para tranquilizar sus ansias habría sido suficiente con levantarse de la cama, ir a la cocina y hacerlo trabajar con el pretexto de un bocadillo de medianoche. Pero no era cosa de importunarlo por tonterías.

Cada mañana daba inicio a la ceremonia de arreglarse, pensando en que se encontrarían muy pronto, frente a frente. Al salir de bañarse desempañaba el espejo con un asomo de rubor en las mejillas: no podía evitar imaginarse que era la superficie cromada del aparato quien veía su desnudez y no el espejo. Se vestía y peinaba con especial cuidado, su maquillaje siempre era casual, pero como para una cita: tampoco no era cosa de que él se diera cuenta de lo que ella sentía.

Cuando ya estaba lista, le sobrevenía un ataque de nervios. Paralizada frente al reloj despertador, Adriana veía cómo el tiempo se le iba agotando: apenas quedaban minutos suficientes para un rápido desayuno. Movida más por la angustia de llegar tarde al consultorio, que por su propia voluntad, conseguía armarse de valor suficiente para andar el camino de su cuarto a la cocina y entrar orgullosamente en ella, con paso firme.

Entonces, todo se volvía torpeza. Se le caían el pan, la mantequilla, los cubiertos… los momentos se le iban entre limpiar el desorden y desordenar de nuevo. Felizmente, toda aquella angustia valía la pena porque terminaba en ese instante, el sublime instante de ir hacia la mesa y acariciar a su amante –con un dejo de descuido, como a la pasada– en lo que ella se describía a sí misma como “un inocente saludo”.

Terminado el protocolo, charlaba un poco con él mientras le introducía el pan –con suavidad– y lo hacía funcionar. Él siempre fue un caballero, más que arrojarle las rebanadas, las hacía saltar graciosamente, con coquetería. Después del intenso acto sexual, ella estaba llena de energía para enfrentar el trabajo con una radiante sonrisa.

La pareja funcionó de esta feliz manera durante varios meses, hasta que una mañana –una fatídica mañana de junio– el tostador se apagó con los panes dentro. La primera reacción de Adriana fue de sorpresa; la segunda, de incredulidad. La tercera fue correr a revisar que el enchufe estuviera correctamente en su lugar y –hay que decirlo– la cuarta y la quinta habrían sido mucho más efectivas si ella, en vez de ser veterinaria, hubiera sido técnica electricista.

La repentina llegada de la viudez resultó un golpe muy duro: el aviso de un sinfín de mañanas tristes, de solitarios desayunos sin ilusiones ni pan tostado. Ese triste día de junio no fue a trabajar, simplemente se quedó sentada a la mesa, mirando, sin atreverse a tocar el cadáver inerte. Llegada la noche lo tomó entre sus brazos y lo llevó a su cuarto; arropada con él en la cama, Adriana veló fielmente al objeto de su amor.

Al amanecer del siguiente día todo era más claro. De pronto el absurdo de la historia de amor entre una mujer y un electrodoméstico alcanzó su dimensión real y nuestra protagonista sintió que recuperaba su lucidez con el aire fresco de la mañana. Tuvo un poco de vergüenza consigo misma, pero se alegró de abandonar el trance que aquel aparato ejercía sobre ella. Sintiéndose liberada, Adriana se decidió a borrar los malos recuerdos y recuperar con mano firme el control de su propia vida.

De cualquier manera, lo enterró en el jardín. Tampoco era cosa de cargar para siempre con un amante insepulto en la conciencia.


Génesis

Antes lo tuve todo, justo cuando nada sabía.

He comido del árbol del bien y del mal. Ahora estoy mucho más lejos. En el Génesis, los cuerpos desnudos son la metáfora de las mentes desprovistas de certezas; antes de la manzana había curiosidad, pero no morbo. Antes de morder todo era bueno y el deseo no era otra cosa que una verdad absoluta y, por lo mismo, una rotunda mentira.

Si yo fuera un Dios, también querría preservar mi creación del dolor y de la angustia de haber perdido su inocencia. Pero si yo fuera un Dios no podría soportar el ver correr a mis criaturas revolcándose un día y otro en el candor del que sospecha pero no entiende nada.

Si yo fuera Él también habría plantado ese árbol y habría creado a la serpiente para sabotearme a mí mismo, también habría inventado el libre albedrío para echarle la culpa a mis criaturas y dormir eternamente en la paz de los justos. Pero Yo no puedo hacerlo, porque ya he mordido la manzana y ahora SÉ.

Y eso sí, ni siquiera Dios puede engañarse a sí mismo.