viernes, 18 de marzo de 2011

Casi a modo de despedida…

Mateo me dijo que contara el tiempo y yo le hice caso. Al principio todo fue fácil, cosa de sentarse en el sillón mirando el reloj y contar un minuto, dos, tres. Llegando a los cinco minutos mi mente empezó a divagar mirando las manecillas, pero sin comprenderlas; de vez en vez recordaba mi propósito y hacía una operación matemática para actualizar mi cuenta mental.

Mis divagaciones comenzaron por pensar qué comería ese día –más tarde-, qué película quería ver el siguiente miércoles y cuándo fue la última vez que comí helado. Entre mirada y mirada al reloj –pasaron los quince, los veintisiete, los treinta y tres minutos- los pensamientos comenzaron a girar en torno a Mateo. ¿A dónde había ido y para qué me había pedido que contara el tiempo? ¿Por qué era tan importante que lo hiciera? ¿Qué pasaría si dejaba de hacerlo? Sin darme cuenta ya había logrado acumular 41 minutos durante mis reflexiones; después de todo, quizá no sería tan aburrido contar.

Dediqué un rato largo –desde mi perspectiva- a contemplar la fotografía que estaba colgada frente a mí y que ya había visto muchas veces: la misma guitarra seguía ofreciendo un juego de sombras donde se fugaba un ritmo de mano tocando una canción. Aquella fotografía tenía la misma dedicatoria que había tenido siempre, pero cuando pensé en levantarme para ir a leerla recordé mi ocupación y conduje mi mirada hacia mi muñeca descubriendo -con sorpresa- que apenas habían pasado 4 minutos.

Cuando la cuenta llegó a 50 me invadió la sensación de que el tiempo se iba haciendo más lento, parecía que la manecilla de los segundos se volvía más torpe a cada momento. Haciendo grandes esfuerzos llegamos al minuto 55, y pasar de allí al 57 tomó lo que yo viví como el transcurrir de media hora. Sorprendí una gota de sudor en mi frente pero, a mi pesar, el tiempo empleado en limpiarla no me adelantó más allá de 6 segundos.

El calor de la habitación comenzó a sentirse con mayor intensidad y el aire pareció endurecerse. ¿Por qué avanzaba el reloj tan lentamente? ¿Y Mateo? ¿Por qué no regresaba? ¿Por qué pensar y pensar no ayudaba a que el tiempo transcurriera más rápido? El segundero disminuía la velocidad de su marcha como si supiera que lo estaba observando. El sudor en mi frente era cada vez más abundante, pero no quería despegar la mirada de aquella indolente carátula de pesados movimientos.

Mateo me había pedido que contara el tiempo, y allí estaba yo, esclavo de las manecillas. Cada vez era más desesperante mirar el segundero arrastrándose, vivir una eternidad para poder contar un segundo, dos, tres. Mi mente era asaltada por la terrible sensación de que suspender la vigilancia haría que el tiempo se detuviera para siempre; parecía que dejar de contar sería perderse en una fotografía inmóvil, la misma de ese cuadro que detuvo una mano del guitarrista rasgando las cuerdas… ¡El reloj! Sentí claramente que el reloj se detuvo mientras me distraje; me tengo que concentrar.

No debo bajar la guardia, debo estar alerta. Es el encargo de Mateo, no sé por qué, pero debe ser importante. El confía en mí, no puedo fallarle. Seguro que ahora él está moviendo algún engranaje secreto que no permite que el reloj se detenga y necesita que yo sea su testigo. Seguro que mi cuenta le da sentido al correr de… ¡Caramba, apenas pasó otro segundo!

Han pasado 58 minutos y una eternidad me separa de llegar a la hora completa. No debo darme por vencido, debo estar alerta para que ni el hambre ni el sueño me distraigan de mi obligación. Debo estar alerta para la llegada de la hora, de la primer hora de mi recuento. Y después, seguiré esperando, seguiré contando porque la cuenta del tiempo es importante porque… porque… porque… ¿por qué no regresa Mateo?

Si llevo mi cuenta en voz alta podría detener esta humedad asfixiante de tiempo viscoso, de horas fragmentadas que se paralizan en la habitación; podría combatir esta intención del tiempo para atraparme en el corazón de un ámbar. Escucho triunfante que mis labios dicen cincuenta y nueve minutos, pero al mismo tiempo es como si el aliento se me hubiera agotado con el esfuerzo. Siento que no me queda aire en los pulmones, no tengo fuerza para seguir enumerando. Mi mente se va quedando poco a poco en blanco, como si el paso de algo irreversible –no el tiempo- me fuera borrando por completo los recuerdos. Como si los números, en su desfile, me fueran vaciando de mí mismo. En un movimiento titubeante del segundero llego a una cuenta que me sugiere que en treinta segundos todo habrá terminado.

Para cuando llegue La Hora se me escapará el nombre del que me encargó esta cuenta. Frente a mí seguirá una mano que quiso tocar una guitarra, pero no habrá nada que escuchar. Me pregunto si recordaré el tiempo en que un ruido mecánico me corría por el pulso, o si para entonces esa cadencia también se habrá detenido. Para entonces, tal vez ya no quede nada que contar.




2 comentarios:

  1. Publicado originalmente el 15 de febrero de 2009, en el Periódico Cambio de Michoacán.

    La fotografía es de Iván Soca Pascual (http://www.ivansoca.cult.cu/index.php), tomada en un concierto de Augusto Blanca.

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  2. Me hizo sentir aquello mismo de cuando me han hecho tomar el tiempo: desesperación y una intención impotente de empujar el tiempo.

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