martes, 15 de marzo de 2011

El objeto del deseo


Adriana se enamoró perdidamente de su tostador de pan. Por las noches no podía dormir de la impaciencia que le producía verlo al día siguiente, durante el desayuno. Para tranquilizar sus ansias habría sido suficiente con levantarse de la cama, ir a la cocina y hacerlo trabajar con el pretexto de un bocadillo de medianoche. Pero no era cosa de importunarlo por tonterías.

Cada mañana daba inicio a la ceremonia de arreglarse, pensando en que se encontrarían muy pronto, frente a frente. Al salir de bañarse desempañaba el espejo con un asomo de rubor en las mejillas: no podía evitar imaginarse que era la superficie cromada del aparato quien veía su desnudez y no el espejo. Se vestía y peinaba con especial cuidado, su maquillaje siempre era casual, pero como para una cita: tampoco no era cosa de que él se diera cuenta de lo que ella sentía.

Cuando ya estaba lista, le sobrevenía un ataque de nervios. Paralizada frente al reloj despertador, Adriana veía cómo el tiempo se le iba agotando: apenas quedaban minutos suficientes para un rápido desayuno. Movida más por la angustia de llegar tarde al consultorio, que por su propia voluntad, conseguía armarse de valor suficiente para andar el camino de su cuarto a la cocina y entrar orgullosamente en ella, con paso firme.

Entonces, todo se volvía torpeza. Se le caían el pan, la mantequilla, los cubiertos… los momentos se le iban entre limpiar el desorden y desordenar de nuevo. Felizmente, toda aquella angustia valía la pena porque terminaba en ese instante, el sublime instante de ir hacia la mesa y acariciar a su amante –con un dejo de descuido, como a la pasada– en lo que ella se describía a sí misma como “un inocente saludo”.

Terminado el protocolo, charlaba un poco con él mientras le introducía el pan –con suavidad– y lo hacía funcionar. Él siempre fue un caballero, más que arrojarle las rebanadas, las hacía saltar graciosamente, con coquetería. Después del intenso acto sexual, ella estaba llena de energía para enfrentar el trabajo con una radiante sonrisa.

La pareja funcionó de esta feliz manera durante varios meses, hasta que una mañana –una fatídica mañana de junio– el tostador se apagó con los panes dentro. La primera reacción de Adriana fue de sorpresa; la segunda, de incredulidad. La tercera fue correr a revisar que el enchufe estuviera correctamente en su lugar y –hay que decirlo– la cuarta y la quinta habrían sido mucho más efectivas si ella, en vez de ser veterinaria, hubiera sido técnica electricista.

La repentina llegada de la viudez resultó un golpe muy duro: el aviso de un sinfín de mañanas tristes, de solitarios desayunos sin ilusiones ni pan tostado. Ese triste día de junio no fue a trabajar, simplemente se quedó sentada a la mesa, mirando, sin atreverse a tocar el cadáver inerte. Llegada la noche lo tomó entre sus brazos y lo llevó a su cuarto; arropada con él en la cama, Adriana veló fielmente al objeto de su amor.

Al amanecer del siguiente día todo era más claro. De pronto el absurdo de la historia de amor entre una mujer y un electrodoméstico alcanzó su dimensión real y nuestra protagonista sintió que recuperaba su lucidez con el aire fresco de la mañana. Tuvo un poco de vergüenza consigo misma, pero se alegró de abandonar el trance que aquel aparato ejercía sobre ella. Sintiéndose liberada, Adriana se decidió a borrar los malos recuerdos y recuperar con mano firme el control de su propia vida.

De cualquier manera, lo enterró en el jardín. Tampoco era cosa de cargar para siempre con un amante insepulto en la conciencia.


5 comentarios:

  1. Publicado originalmente el 25 de marzo de 2007 en el periódico Expreso, de Sonora. La ilustración corresponde a esa publicación.

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  2. Sí hay más cuentos Joyce, mi intención es ir subiendo poco a poco los que ya tengo publicados en otro lugar, alternando con algunos nuevos.
    Prometo no tardar mucho con la siguiente entrega...
    ¡Muchas gracias por leer!

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  3. Muchas gracias señor. Subiré otro pronto, a ver qué le parece...

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