sábado, 22 de octubre de 2011

Metaforosis

Ahora, me acuerdo de ti.

Tú dijiste que el cristal
                                          era una ventana,
que esa pared, era mi casa;
hablaste de puertas que se cierran,
de balcones que se abren
de balcones que jamás se abrieron.

Ahora me acuerdo.

Me llevo la mano izquierda hacia el pecho,
meto un dedo, dos, por el agujero;
te busco,
nos busco, allí, dentro,
donde estaba
                          el alfiler.

Ahora, recuerdo,
             me acuerdo (de)
que no te recuerdo
                                    [y que ha llegado
el momento

                      de echarme


                                  a volar].

martes, 12 de julio de 2011

Entrópico (de Cáncer)

                                                         Yo no soy él, pero sí gusto conocerte.

Disfruto mojarme en la lluvia, cuando camino. Me gusta mirar los cristales cuando están empañados, especialmente la vista que tengo desde mi almohada. Hago el súper como si quisiera volver a hacerlo el día siguiente pero, por otra parte, tengo una debilidad especial por los libros de Jane Austen -aunque no he leído ninguno-. Pienso que el secreto de la vida no está encerrado en el momento de la concepción, sino en el impulso insensato de poner tu vida en las manos de alguien que acabas de conocer.

Tengo una hermana pequeña que, ni es pequeña, ni es mi hermana. Aún así, a veces la miro como en los libros de Marguerite Duras y me consume ese deseo ardiente por resolverle mundo. También me devora la impotencia de no poder hacerlo. Creo en el amor a primera vista. Le pongo pepino y champiñones a los sándwiches. Imagino los actos cotidianos como oportunidades para desafiar la lógica y el buen sentido, enjabonándome -por ejemplo- el cuerpo al principio, dejando la cabeza hasta el final. Amo los libros, aún después de haber visto la película; al revés, no soporto ni la idea.

Soy adicto al café, los cómics, el té de colores simples, las emociones fuertes y el café. Soy aficionado a la música alternativa y al cine de arte, uno de esos a los que etiquetan como “un traumado con el tema”. Preparo café expreso con distintas mezclas, a veces cortado con leche, a veces con espuma, a veces en la estufa, en la máquina o en la prensa. He preparado capuchinos, pero hace más de diez años que no me tomo uno. Tampoco pienso hacerlo en los próximos diez.

A veces me siento Pirata, a veces Grumete. Antes solía ser una serpiente -la primera, esa que conoce todos los secretos- pero alguien me pilló afuera del jardín original al momento de cerrar la puerta. En una de sus cartas, Rilke me recordó que, dado mi oficio, debo admitir que mi vida está llena de poesía.

Y eso, es en lo que creo ahora.




                                                ¿Ya te dije que me gusta el café?

viernes, 13 de mayo de 2011

A la mañana (siguiente)

En general el proceso sigue un orden, aunque permite algunas ligeras variaciones. Yo, por ejemplo, doblo primero la pijama y la guardo en la repisa. Lo siguiente es arrancar toda la ropa –de cama- hasta que el colchón muestre sus carnes desnudas, para después irlo vistiendo poco a poco. Comienzo por la sábana de cajón, estirándola cuidadosamente hasta dejarla en un abrazo entallado. Despliego en el aire el siguiente lienzo y lo dejo caer lentamente, sabiendo que entre sábana y sábana quedará cubierto el cuerpo de tu ausencia, esa rendija en la que me deslizo cada noche (sin ti).
A continuación viene el momento de recostar las almohadas, primero la que usó tu nombre por la noche mientras la abrazaba, seguida por la que le ofreció a mi mejilla un beso de buenas noches como premio de consolación. Inseparables, ellas presienten el calor propio de las de su especie y continuan su charla sin tiempo, siempre una al lado de la otra. Después me ocupo en extender los cobertores, el que traje conmigo de otros olvidos, y otro más, el que me regalaste tú luego de aquella primera noche en que mis brazos no pudieron contener tu calor -y tuviste frío-.

En esta primavera todas mis noches son de invierno, aún las más calurosas, pero yo duermo tapado con tu fantasma

de la cabeza a los pies.

Yo, no quería tender la cama nunca.
Eso lo aprendí de ti.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Jueves









Se siente igual que cerrar la puerta con llave y descubrir que te quedaste afuera: ausencia es llamar por teléfono y que nadie descuelgue al otro lado de la línea. Hoy podría narrar mi funeral de siete formas diferentes, enfermarme los huesos de humedad, desollarme de tu piel, borrarme de un tachón… cualquier cosa sería menos desesperante que no verte. La ausencia es una duda que no se convierte en decepción.


Con el tiempo me he dado cuenta de que estoy vacío.
Mi soledad está en tu compañía, lo sé porque me dejó una nota dentro del refrigerador y una rebanada de pastel pegada por fuera. La conversación se nos quedó a medias, parece que no tuviste tiempo suficiente para irte. Y sin embargo, no estás. Busco palabras para escribir, pero todas están enfermas de llanto. Es inútil insistir: los verbos en presente ya no se visten de plural. La ausencia es un problema de conjugación.

La soledad es la compañía más fiel: puntual y disciplinada. La ausencia es insoportablemente inoportuna: siempre llega cuando tú no estás. En mi ventana las cortinas aprietan sus dobleces, pesadas como ocasos. Si tú no me amaneces no sale el sol. Construyo una casa de papel para darle tinta a nuestros contornos; habitantes de mi cuaderno, somos personajes de un Dios creado a mi imagen y semejanza.

A mí, me gustaría abandonarme a la vida. Contigo.

miércoles, 27 de abril de 2011

< Sin firma >

Hay veces en que no ser nadie es un alivio. Caminar rodeado de tantos que son más que uno, de gente que se ve importante, se siente guapa y hasta pasaría por elegante. No hay nada como perderse entre la multitud de hombres trajeados, todos escribiendo en su dispositivo móvil, todos en guardia. En este ajedrez, ¿quiénes no somos peones?

Sigo por el pasillo que me indican, detrás de otros dos que se ve que sí son alguien. Hago una fila con todos nosotros, los que no somos y los que tal vez sí, esperando pacientemente hasta que ellos -los que definitivamente sí son- terminen de ocupar los primeros asientos. En la puerta me recibe una azafata que hoy se ha puesto demasiado maquillaje y ha conseguido -mediante ese proceso- volverse un alguien y quedar registrada aquí, en esta libreta de ninguno. Pienso en como se vería la Valquiria vestida de azafata, en que habría que disfrazarla y hacerle una foto, o un poema, o hacerla parte de un cuento para postearlo en mi blog y así echar por tierra, sin más preámbulos, mi afanoso intento por no ser nadie para convertirme en esa-Serpiente-que-quería-escribir. Ése, el que también quería ser científico, o profesor, o ejecutivo o todos ellos a la vez.

Pienso que, cuando era niño, decidí que crecería para ser el mejor de los ningunos. Por eso intento ser todos ellos al mismo tiempo: para no ser nada. Tal vez lo que yo quería ser de grande era piloto de avión, solo que nunca me di cuenta y por eso conseguí no ser tan exitosamente. O quizá sólo tengo déficit de atención y, como no puedo concentrarme, soy una fotografía desenfocada, una gran mancha borrosa que no le pertenece a ningún rostro, con la identidad perdida más allá de la mirada, disolviéndose en su personalidad a plena luz del día.

Por eso estoy aquí, sentado en el avión, escribiendo estas cosas en lugar de leer el periódico o dormir, así como hace la gente normal. Por eso soy un cuerpo suspendido sobre la tierra, escudriñando las azoteas de los edificios, tripulante de la nave que soy yo mismo en una eterna cacería de luz.

Aquí arriba soy más nadie que ninguno y las nubes alfombran el sitio en el que debo estar. Aquí, puedo ser quien soy.

Aquí soy Don Nadie.






Una voz de mujer me ordena que me abroche el cinturón,
pero no dice mi nombre.

[Comienza el aterrizaje.]








martes, 12 de abril de 2011

Ninguna soledad como la tuya

Enrolla los cinturones de modo que la hebilla quede hacia afuera. Cuelga los pantalones por colores. Tiende la cama al levantarse, sin importar que ya sea de noche. Amontona botellas de agua Perrier en un estante de la cocina y velas decorativas sobre la mesa de la sala. Si pudiera elegir qué cosas llevarse a la isla desierta después de un naufragio se quedaría con su agenda, su taza de café -que es más un termo portátil- y alguna maleta de diseñador. Empaca en el último momento, cuando le llega la inspiración, y para no fallar lleva muchas cosas aunque termine por llevar muy poco de lo que realmente se necesita.

Siempre parece estar ocultando algo. Nunca ha encendido una vela. Aprende por imitación y, de alguna manera, es firme -muy firme- con sus principios, que parecen estar enterrados varios metros bajo tierra, como si fueran raíces. Camina mucho y tiene el don de producir soledad a su alrededor: no importa que esté acompañado.

Cuando está solo, se dice a sí mismo que extraña la compañía.


Pero no es verdad.




martes, 5 de abril de 2011

...Y si te encuentro [y si te encuentro]

El combustible se destila en mi garganta,
               una [tibia] llovizna                              ROJA
               se precipita sobre la pendiente
                              de marfil:
               suspira, tu cuello.

((Hace tanto (tiempo) que) te escribo (...).)

Desgarraré tus nubes,
                              beberé de tus tormentas, hasta saciar
                                                                    mi sed-de-recuerdos
(una tibia hemorragia, endulzando

                                                  a      b o r b o t o n e s ) .

               Sobre tu corazón las lenguas
                                                                 de mi incendio:

                                                                                NO me olvidarás.

viernes, 1 de abril de 2011

Punto Glotón






















Los gatos
                    no sangran,
                    no pertenecen,
                    no piden permiso,
                    no preguntan,
                    no responden,
                    no siguen,
                    no pierden el dominio del terreno,
                    no suplican,
                    no maldicen,
                    no presienten
                                               (porque siempre saben),
                    no recitan poemas
                    ni acuden a la cita
                        cuando los llamas.

Sentado a la mesa de la cocina, mirando el vértice luminoso donde Hilario se dispone a olvidarse del frío, me pregunto,

                                                                    ¿para qué es que nos tienen
                                                                                                      los gatos?

viernes, 25 de marzo de 2011

De copas, migajas y la serpiente del jardín original.


La Antología Virtual de Minificción Mexicana contiene una selección del trabajo de 55 escritores mexicanos que son jóvenes promesas o plumas consagradas del género. En ella se incluyen textos de Juan José Arreola, Edgar Omar Avilés, Alejandro Jodorowsky, Augusto Monterroso, Isaí Moreno, José Emilio Pacheco, Alfonso Reyes, Quique Ruíz y Guillermo Sampeiro, entre otros.


Del dueño de esta Casa se incluyeron los relatos Génesis, Hansel y Al vuelo, las campanas, que puedes leer directamente desde el sitio de la Antología.


jueves, 24 de marzo de 2011

Las moscas

Despierto a la mañana como el agua, cuando hierve. Me levanto, me desordeno, me enfrío de golpe y me pego sobre los cristales. Me hago preguntas retóricas en memoria de aquel tiempo, cuando tus dedos escribían las respuestas sobre mi piel. Me concentro, me agoto y resbalo, me deslizo por la herrería de la ventana y viajó aún más allá. Me vuelvo a dormir, porque no hay quien me derrame. Me ensucio, me enturbio, me encharco. Me dispongo a henchir los vientres alados que vendrán por mí.

Ahora, rezo:
que alguien me evapore,
antes de que comiencen los pasos.



viernes, 18 de marzo de 2011

Casi a modo de despedida…

Mateo me dijo que contara el tiempo y yo le hice caso. Al principio todo fue fácil, cosa de sentarse en el sillón mirando el reloj y contar un minuto, dos, tres. Llegando a los cinco minutos mi mente empezó a divagar mirando las manecillas, pero sin comprenderlas; de vez en vez recordaba mi propósito y hacía una operación matemática para actualizar mi cuenta mental.

Mis divagaciones comenzaron por pensar qué comería ese día –más tarde-, qué película quería ver el siguiente miércoles y cuándo fue la última vez que comí helado. Entre mirada y mirada al reloj –pasaron los quince, los veintisiete, los treinta y tres minutos- los pensamientos comenzaron a girar en torno a Mateo. ¿A dónde había ido y para qué me había pedido que contara el tiempo? ¿Por qué era tan importante que lo hiciera? ¿Qué pasaría si dejaba de hacerlo? Sin darme cuenta ya había logrado acumular 41 minutos durante mis reflexiones; después de todo, quizá no sería tan aburrido contar.

Dediqué un rato largo –desde mi perspectiva- a contemplar la fotografía que estaba colgada frente a mí y que ya había visto muchas veces: la misma guitarra seguía ofreciendo un juego de sombras donde se fugaba un ritmo de mano tocando una canción. Aquella fotografía tenía la misma dedicatoria que había tenido siempre, pero cuando pensé en levantarme para ir a leerla recordé mi ocupación y conduje mi mirada hacia mi muñeca descubriendo -con sorpresa- que apenas habían pasado 4 minutos.

Cuando la cuenta llegó a 50 me invadió la sensación de que el tiempo se iba haciendo más lento, parecía que la manecilla de los segundos se volvía más torpe a cada momento. Haciendo grandes esfuerzos llegamos al minuto 55, y pasar de allí al 57 tomó lo que yo viví como el transcurrir de media hora. Sorprendí una gota de sudor en mi frente pero, a mi pesar, el tiempo empleado en limpiarla no me adelantó más allá de 6 segundos.

El calor de la habitación comenzó a sentirse con mayor intensidad y el aire pareció endurecerse. ¿Por qué avanzaba el reloj tan lentamente? ¿Y Mateo? ¿Por qué no regresaba? ¿Por qué pensar y pensar no ayudaba a que el tiempo transcurriera más rápido? El segundero disminuía la velocidad de su marcha como si supiera que lo estaba observando. El sudor en mi frente era cada vez más abundante, pero no quería despegar la mirada de aquella indolente carátula de pesados movimientos.

Mateo me había pedido que contara el tiempo, y allí estaba yo, esclavo de las manecillas. Cada vez era más desesperante mirar el segundero arrastrándose, vivir una eternidad para poder contar un segundo, dos, tres. Mi mente era asaltada por la terrible sensación de que suspender la vigilancia haría que el tiempo se detuviera para siempre; parecía que dejar de contar sería perderse en una fotografía inmóvil, la misma de ese cuadro que detuvo una mano del guitarrista rasgando las cuerdas… ¡El reloj! Sentí claramente que el reloj se detuvo mientras me distraje; me tengo que concentrar.

No debo bajar la guardia, debo estar alerta. Es el encargo de Mateo, no sé por qué, pero debe ser importante. El confía en mí, no puedo fallarle. Seguro que ahora él está moviendo algún engranaje secreto que no permite que el reloj se detenga y necesita que yo sea su testigo. Seguro que mi cuenta le da sentido al correr de… ¡Caramba, apenas pasó otro segundo!

Han pasado 58 minutos y una eternidad me separa de llegar a la hora completa. No debo darme por vencido, debo estar alerta para que ni el hambre ni el sueño me distraigan de mi obligación. Debo estar alerta para la llegada de la hora, de la primer hora de mi recuento. Y después, seguiré esperando, seguiré contando porque la cuenta del tiempo es importante porque… porque… porque… ¿por qué no regresa Mateo?

Si llevo mi cuenta en voz alta podría detener esta humedad asfixiante de tiempo viscoso, de horas fragmentadas que se paralizan en la habitación; podría combatir esta intención del tiempo para atraparme en el corazón de un ámbar. Escucho triunfante que mis labios dicen cincuenta y nueve minutos, pero al mismo tiempo es como si el aliento se me hubiera agotado con el esfuerzo. Siento que no me queda aire en los pulmones, no tengo fuerza para seguir enumerando. Mi mente se va quedando poco a poco en blanco, como si el paso de algo irreversible –no el tiempo- me fuera borrando por completo los recuerdos. Como si los números, en su desfile, me fueran vaciando de mí mismo. En un movimiento titubeante del segundero llego a una cuenta que me sugiere que en treinta segundos todo habrá terminado.

Para cuando llegue La Hora se me escapará el nombre del que me encargó esta cuenta. Frente a mí seguirá una mano que quiso tocar una guitarra, pero no habrá nada que escuchar. Me pregunto si recordaré el tiempo en que un ruido mecánico me corría por el pulso, o si para entonces esa cadencia también se habrá detenido. Para entonces, tal vez ya no quede nada que contar.




5:03

Tirar la hierba mojada del té es el proceso más triste del mundo, se siente como las despedidas, cuando son definitivas.

Pasados tres minutos, lo siguiente siempre es tiempo extra. Habrá que resolverse cuánto antes a meter los dedos entre los despojos húmedos, a pellizcar esos restos con aspecto de servir todavía, pero que en realidad ya no sirven para nada. Si la hierba es necia habrá que meter un tenedor en la cápsula para arrancar de tajo su voluntad de enraizarse. Habrá que sumergir su orgullo en un chorro de olvido y llorar con ella las últimas lágrimas de té: las que se lloran en silencio.

También es importante que no pase mucho tiempo antes de beber de la taza, porque se enfría. Y yo sugiero olvidarnos de todo el tema, después.



martes, 15 de marzo de 2011

El objeto del deseo


Adriana se enamoró perdidamente de su tostador de pan. Por las noches no podía dormir de la impaciencia que le producía verlo al día siguiente, durante el desayuno. Para tranquilizar sus ansias habría sido suficiente con levantarse de la cama, ir a la cocina y hacerlo trabajar con el pretexto de un bocadillo de medianoche. Pero no era cosa de importunarlo por tonterías.

Cada mañana daba inicio a la ceremonia de arreglarse, pensando en que se encontrarían muy pronto, frente a frente. Al salir de bañarse desempañaba el espejo con un asomo de rubor en las mejillas: no podía evitar imaginarse que era la superficie cromada del aparato quien veía su desnudez y no el espejo. Se vestía y peinaba con especial cuidado, su maquillaje siempre era casual, pero como para una cita: tampoco no era cosa de que él se diera cuenta de lo que ella sentía.

Cuando ya estaba lista, le sobrevenía un ataque de nervios. Paralizada frente al reloj despertador, Adriana veía cómo el tiempo se le iba agotando: apenas quedaban minutos suficientes para un rápido desayuno. Movida más por la angustia de llegar tarde al consultorio, que por su propia voluntad, conseguía armarse de valor suficiente para andar el camino de su cuarto a la cocina y entrar orgullosamente en ella, con paso firme.

Entonces, todo se volvía torpeza. Se le caían el pan, la mantequilla, los cubiertos… los momentos se le iban entre limpiar el desorden y desordenar de nuevo. Felizmente, toda aquella angustia valía la pena porque terminaba en ese instante, el sublime instante de ir hacia la mesa y acariciar a su amante –con un dejo de descuido, como a la pasada– en lo que ella se describía a sí misma como “un inocente saludo”.

Terminado el protocolo, charlaba un poco con él mientras le introducía el pan –con suavidad– y lo hacía funcionar. Él siempre fue un caballero, más que arrojarle las rebanadas, las hacía saltar graciosamente, con coquetería. Después del intenso acto sexual, ella estaba llena de energía para enfrentar el trabajo con una radiante sonrisa.

La pareja funcionó de esta feliz manera durante varios meses, hasta que una mañana –una fatídica mañana de junio– el tostador se apagó con los panes dentro. La primera reacción de Adriana fue de sorpresa; la segunda, de incredulidad. La tercera fue correr a revisar que el enchufe estuviera correctamente en su lugar y –hay que decirlo– la cuarta y la quinta habrían sido mucho más efectivas si ella, en vez de ser veterinaria, hubiera sido técnica electricista.

La repentina llegada de la viudez resultó un golpe muy duro: el aviso de un sinfín de mañanas tristes, de solitarios desayunos sin ilusiones ni pan tostado. Ese triste día de junio no fue a trabajar, simplemente se quedó sentada a la mesa, mirando, sin atreverse a tocar el cadáver inerte. Llegada la noche lo tomó entre sus brazos y lo llevó a su cuarto; arropada con él en la cama, Adriana veló fielmente al objeto de su amor.

Al amanecer del siguiente día todo era más claro. De pronto el absurdo de la historia de amor entre una mujer y un electrodoméstico alcanzó su dimensión real y nuestra protagonista sintió que recuperaba su lucidez con el aire fresco de la mañana. Tuvo un poco de vergüenza consigo misma, pero se alegró de abandonar el trance que aquel aparato ejercía sobre ella. Sintiéndose liberada, Adriana se decidió a borrar los malos recuerdos y recuperar con mano firme el control de su propia vida.

De cualquier manera, lo enterró en el jardín. Tampoco era cosa de cargar para siempre con un amante insepulto en la conciencia.


Génesis

Antes lo tuve todo, justo cuando nada sabía.

He comido del árbol del bien y del mal. Ahora estoy mucho más lejos. En el Génesis, los cuerpos desnudos son la metáfora de las mentes desprovistas de certezas; antes de la manzana había curiosidad, pero no morbo. Antes de morder todo era bueno y el deseo no era otra cosa que una verdad absoluta y, por lo mismo, una rotunda mentira.

Si yo fuera un Dios, también querría preservar mi creación del dolor y de la angustia de haber perdido su inocencia. Pero si yo fuera un Dios no podría soportar el ver correr a mis criaturas revolcándose un día y otro en el candor del que sospecha pero no entiende nada.

Si yo fuera Él también habría plantado ese árbol y habría creado a la serpiente para sabotearme a mí mismo, también habría inventado el libre albedrío para echarle la culpa a mis criaturas y dormir eternamente en la paz de los justos. Pero Yo no puedo hacerlo, porque ya he mordido la manzana y ahora SÉ.

Y eso sí, ni siquiera Dios puede engañarse a sí mismo.